miércoles, 27 de marzo de 2013

Santa Piña, ora pro nobis.


Hace unos días vino R impresionada por la imagen que había visto de sí misma en el espejo de los probadores de una tienda de deportes. Iba a comprarse unos pantalones que la estilizasen y se encontró delante de aquel incomodo tribunal juzgándola con animadversión. Aquella enormidad no podía ser ella, fue lo primero que pensó. Pero, luego, por si acaso aquello que había visto se pareciese en algo a la verdad, al tiempo que se fustigaba y auto laceraba llamándose a sí misma “montón de carne”, decidió contradecir a aquellos malintencionados espejos y declaró que esa misma noche iba a comenzar un plan de adelgazamiento estricto. La animamos como pudimos:”Estás como siempre”. Eso no hizo sino que se incrementasen sus ganas de flagelarse.
--Estoy obesa –dijo- y no me vais a convencer de lo contrario.
Cuando las cosas toman este cariz es mejor no porfiar.
En estos dos o tres últimos días R. me va contando algunos detalles de su terapia. Mide el aceite. Suprime el pan, etc.…Pero todas las noches se toma su cerveza, come pipas, y me asegura que a mediodía se toma otra cerveza, con lo que me iba haciendo a la idea de que esta dieta sería de las pasajeras, a pesar del enorme borrasco que la había desencadenado.
Hoy, sin embargo, en la cocina de su casa he visto una piña. Señal de que la cosa iba en serio. Aquí en los pueblos quedan todavía imágenes de santos itinerantes que se llevan de casa en casa metidos en una capillita de madera por riguroso turno para obtener un cierto trato de favor cuando haya que invocarle porque las cosas se tuerzan. Algo semejante a esto ocurre cuando R trae a su casa una piña. Tiene un gran fervor en las piñas. Cuando el cuerpo insiste en desobedecer a la dieta, ahí está Santa Piña para enseñarle al cuerpo la senda del desprendimiento.
Tengo documentada la primera vez que la piña obró el milagro. Por si alguien tiene curiosidad por saber cómo surge el primer brote de una fe inquebrantable, he aquí el momento exacto. Me permito recomendar que se lea con espíritu científico y no curiosidad malsana.  
FRAGMENTO DE UNA NOTA del día 28 de Septiembre de 2009. Lunes.
Íbamos a eschuponar. R estaba allí, en la nave, esperándome. Todavía no había salido del coche. La saludé con una impertinencia: “estira las piernas que te vas a quedar entumida”. Esta manera de hablar forma parte de nuestro estilo directo. Acababa de recoger en correos un paquete que le había enviado su hija M. Leía la nota que acompañaba al paquete. Estaba tan contenta que ha ignorado por completo mi saludo. Ha comprobado de una ojeada que la herramienta estaba en el coche, y ha ocupado, muy efusiva, su asiento de copiloto. Traía en la mano un hermoso melocotón amarillo para comérselo a media mañana.
Era un buen comienzo del día, y para R el mundo rodaba a plena satisfacción. No dijo una sola palabra sobre su cadera. Aquella cadera que sólo dos días atrás, el sábado, la hacía renquear y arrugarse como un papel albal. M le acababa de mandar, nada menos que desde Canarias, dos botellas de vino y un libro. A R le asombraba lo bien empaquetadas y envueltas que habían venido las botellas. Sólo el envoltorio ya le hacía ilusión. Yo, pensando en lo mal que viajaba el vino, rumié la idea de que a lo mejor en Carrefour tenían algún sistema de envío de mercancías desde el punto más cercano, y uno podía regalar desde Canarias y que el regalo viniese de Talavera, por ejemplo. R casi se ofende al oírme sugerir aquello. Me desmintió de inmediato. “Todo esto viene de Canarias”. Ella no quería componendas, ni apaños. Le pedí disculpas por si le había ofendido y proseguí imaginando. Mira que si el vino procedía de alguna bodega de La Mancha, aquí al lado, como quien dice, el viaje que le habían dado para llegar al mismo sitio. Menudo cuento contemporáneo podría componerse con un motivo como ese. Unas botellas que dan la vuelta al mundo para ser bebidas en el lugar  del que salieron y se descubre que ese vino incorpora unas cualidades organolépticas sorprendentes, o que cura algún deterioro físico muy visible, como la calvicie, he de contenerme para no continuar con la historia.
Todo esto sucedía mientras recorríamos con el coche el caminejo que va desde la nave hasta la puerta del cercado. Unos ochenta metros. M le había mandado una nota cariñosísima. En la mismísima puerta de la alambrada, cuando se apeaba con gran jovialidad para cerrarla, le pregunte:
--¿Manda algo para mí?
Como es una estratega de primera, se quedó callada y pensativa. Cerró la puerta y regresó a su asiento con la ligereza de una pluma. Había pensado una respuesta integradora.
--Manda besos para todos, así que si te quieres incluir.
--Incluirme no es mi estilo –le dije con mucha sangre fría-.
(Aquí se han censurado unas líneas de un dialogo desenfrenado y abrupto del estilo Pulp Fiction, para el que se requiere el postgrado en cuidados paliativos, autopsia y taxidermia).
….Todavía no habíamos salido a la carretera. Estábamos esperando a que cesase el tráfico para entrar en ella. Aprovechamos para ponernos los cinturones de seguridad, más que nada por acallar los pitidos del auto. Muchas veces nos complacemos en la pequeña rebeldía de tratarle como a un niño caprichoso y no hacerle caso, pero esta mañana ha sido R la primera en ceñírselo. Yo también me lo he puesto, pero más tarde y más despacio. No sé si se habrá dado cuenta de este rasgo de superioridad. Creo que no. Creo que incluso ella se ha sentido superior por ponérselo la primera. Cuando ha hablado he comprendido la causa de aquella orgullosa manera de comportarse.
--Anoche –ha dicho- cené sólo piña.
--¡Joder! –He dicho en tono admirativo, aunque me he quedado pensando en el largo viaje realizado por la piña.
Luego la he oído emitir un gorjeo de satisfacción. Al fin su báscula se había dignado a reconocerle que había adelgazado.
Somos cincuentones, y estamos en esta pelea de aprender que a nuestro cuerpo le sobra el aparato digestivo, o que no tiene otra función que ser examinado por terribles microcámaras. Ella llevaba diez días en un zafarrancho de ayunos, quejándose amargamente de su báscula obstinada y de su cuerpo desobediente. El ser humano es ridículo en casi todas sus cosas, pero imaginarse a alguien pesándose en una báscula de baño y sintiéndose un incomprendido es bastante desolador. Conste que lo digo sobre todo por mí, que me alimento como un grillo desde hace seis semanas y corroboro casi a diario que mi báscula hace tope en los ochenta y cinco kilos.
Seguramente por las mentiras que nos han contado y que nosotros hemos asumido, a los cincuenta años empieza a parecernos que la delgadez ennoblecerá un poco nuestra incipiente flacidez. Creo que la publicidad nos tiene a todos trastornados. Yo, cuando me pongo a fantasear,  llego a creer que, alcanzado un determinado peso, la inteligencia se me agudizará de tal modo que será como si me asistiese el Espíritu Santo. No se puede ser más idiota.
A pesar de su contento R no ha sabido decirme exactamente cuantos kilos había perdido.
--Como kilo y medio o así. –Ha dicho.
Estaba seguro de que se sabía hasta los gramos, pero no ha habido manera humana de arrancarle una respuesta exacta.
Una báscula que se había mostrado inmutable hasta ese momento, bien podía estar engañándola a su favor, con lo que se prevenía de posibles desmoralizaciones haciendo una lectura aproximada. Esto no ha sido expresado por ella de manera inteligible, sino que es el resultado obtenido después de aplicarle el descifrador de sinsentidos al batiburrillo de  palabras y pensamientos íntimos entrecortados.
Luego, poniendo ojos soñadores, ha dicho:
--Menos mal que ahora, sabiendo lo de la piña, el hambre que se pasa por lo menos se notará.
Bueno. Así fue como ocurrió. No alcanzó la tensión dramática de la famosa escena de “Lo que el viento se llevó”, pero fue algo parecido: “A Dios pongo por testigo de que cuando pase hambre se me va a notar”. Es para que se hagan una idea. Nada más.

2 comentarios:

  1. Que estupendo tu relato, muy divertido. Los espejos nunca han jugado a mi favor, mejor sería, más inteligente (si lo fuera, claro) no mirarse al espejo de ninguna tienda, sin embargo tu motivación para adelgazar sí que era de peso, lástima que comprobaras que no daba resultado, ese sí que era un motivo noble por el que adelgazar. Por cierto, la piña, esta vez, no ha funcionado, pero después de leer tu relato me he dada cuenta que no somos gordo s, somos cincuentones, ya me quedo mucho mas tranquila. R.

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    1. Tú no lo estarás notando, pero la piña te está haciendo efecto. Lo que pasa es que no siempre se adelgaza por la parte que uno quiere.

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