Hace unos días vino R impresionada por la imagen que había
visto de sí misma en el espejo de los probadores de una tienda de deportes. Iba
a comprarse unos pantalones que la estilizasen y se encontró delante de aquel
incomodo tribunal juzgándola con animadversión. Aquella enormidad no podía ser
ella, fue lo primero que pensó. Pero, luego, por si acaso aquello que había
visto se pareciese en algo a la verdad, al tiempo que se fustigaba y auto
laceraba llamándose a sí misma “montón de carne”, decidió contradecir a
aquellos malintencionados espejos y declaró que esa misma noche iba a comenzar
un plan de adelgazamiento estricto. La animamos como pudimos:”Estás como siempre”.
Eso no hizo sino que se incrementasen sus ganas de flagelarse.
--Estoy obesa –dijo- y no me vais a convencer de lo
contrario.
Cuando las cosas toman este cariz es mejor no porfiar.
En estos dos o tres últimos días R. me va contando algunos
detalles de su terapia. Mide el aceite. Suprime el pan, etc.…Pero todas las
noches se toma su cerveza, come pipas, y me asegura que a mediodía se toma otra
cerveza, con lo que me iba haciendo a la idea de que esta dieta sería de las
pasajeras, a pesar del enorme borrasco que la había desencadenado.
Hoy, sin embargo, en la cocina de su casa he visto una piña.
Señal de que la cosa iba en serio. Aquí en los pueblos quedan todavía imágenes de santos
itinerantes que se llevan de casa en casa metidos en una capillita de madera
por riguroso turno para obtener un cierto trato de favor cuando haya que invocarle
porque las cosas se tuerzan. Algo semejante a esto ocurre cuando R trae a su
casa una piña. Tiene un gran fervor en las piñas. Cuando el cuerpo insiste en
desobedecer a la dieta, ahí está Santa Piña para enseñarle al cuerpo la senda
del desprendimiento.
Tengo documentada la primera vez que la piña obró el
milagro. Por si alguien tiene curiosidad por saber cómo surge el primer brote
de una fe inquebrantable, he aquí el momento exacto. Me permito recomendar que
se lea con espíritu científico y no curiosidad malsana.
FRAGMENTO DE UNA NOTA del día 28 de Septiembre de 2009.
Lunes.
Íbamos a eschuponar. R
estaba allí, en la nave, esperándome. Todavía no había salido del coche. La
saludé con una impertinencia: “estira las piernas que te vas a quedar entumida”.
Esta manera de hablar forma parte de nuestro estilo directo. Acababa de recoger
en correos un paquete que le había enviado su hija M. Leía la nota que acompañaba
al paquete. Estaba tan contenta que ha ignorado por completo mi saludo. Ha
comprobado de una ojeada que la herramienta estaba en el coche, y ha ocupado,
muy efusiva, su asiento de copiloto. Traía en la mano un hermoso melocotón
amarillo para comérselo a media mañana.
Era un buen comienzo
del día, y para R el mundo rodaba a plena satisfacción. No dijo una sola
palabra sobre su cadera. Aquella cadera que sólo dos días atrás, el sábado, la
hacía renquear y arrugarse como un papel albal. M le acababa de mandar, nada
menos que desde Canarias, dos botellas de vino y un libro. A R le asombraba lo
bien empaquetadas y envueltas que habían venido las botellas. Sólo el
envoltorio ya le hacía ilusión. Yo, pensando en lo mal que viajaba el vino,
rumié la idea de que a lo mejor en Carrefour tenían algún sistema de envío de
mercancías desde el punto más cercano, y uno podía regalar desde Canarias y que
el regalo viniese de Talavera, por ejemplo. R casi se ofende al oírme sugerir
aquello. Me desmintió de inmediato. “Todo esto viene de Canarias”. Ella no
quería componendas, ni apaños. Le pedí disculpas por si le había ofendido y
proseguí imaginando. Mira que si el vino procedía de alguna bodega de La
Mancha, aquí al lado, como quien dice, el viaje que le habían dado para llegar
al mismo sitio. Menudo cuento contemporáneo podría componerse con un motivo
como ese. Unas botellas que dan la vuelta al mundo para ser bebidas en el
lugar del que salieron y se descubre que
ese vino incorpora unas cualidades organolépticas sorprendentes, o que cura
algún deterioro físico muy visible, como la calvicie, he de contenerme para no
continuar con la historia.
Todo esto sucedía
mientras recorríamos con el coche el caminejo que va desde la nave hasta la
puerta del cercado. Unos ochenta metros. M le había mandado una nota
cariñosísima. En la mismísima puerta de la alambrada, cuando se apeaba con gran
jovialidad para cerrarla, le pregunte:
--¿Manda algo para mí?
Como es una estratega
de primera, se quedó callada y pensativa. Cerró la puerta y regresó a su
asiento con la ligereza de una pluma. Había pensado una respuesta integradora.
--Manda besos para
todos, así que si te quieres incluir.
--Incluirme no es mi
estilo –le dije con mucha sangre fría-.
(Aquí se han censurado unas líneas de un dialogo desenfrenado
y abrupto del estilo Pulp Fiction, para el que se requiere el postgrado en cuidados
paliativos, autopsia y taxidermia).
….Todavía no habíamos
salido a la carretera. Estábamos esperando a que cesase el tráfico para entrar
en ella. Aprovechamos para ponernos los cinturones de seguridad, más que nada
por acallar los pitidos del auto. Muchas veces nos complacemos en la pequeña
rebeldía de tratarle como a un niño caprichoso y no hacerle caso, pero esta
mañana ha sido R la primera en ceñírselo. Yo también me lo he puesto, pero más
tarde y más despacio. No sé si se habrá dado cuenta de este rasgo de
superioridad. Creo que no. Creo que incluso ella se ha sentido superior por
ponérselo la primera. Cuando ha hablado he comprendido la causa de aquella
orgullosa manera de comportarse.
--Anoche –ha dicho-
cené sólo piña.
--¡Joder! –He dicho en
tono admirativo, aunque me he quedado pensando en el largo viaje realizado por
la piña.
Luego la he oído
emitir un gorjeo de satisfacción. Al fin su báscula se había dignado a
reconocerle que había adelgazado.
Somos cincuentones, y
estamos en esta pelea de aprender que a nuestro cuerpo le sobra el aparato
digestivo, o que no tiene otra función que ser examinado por terribles
microcámaras. Ella llevaba diez días en un zafarrancho de ayunos, quejándose
amargamente de su báscula obstinada y de su cuerpo desobediente. El ser humano
es ridículo en casi todas sus cosas, pero imaginarse a alguien pesándose en una
báscula de baño y sintiéndose un incomprendido es bastante desolador. Conste
que lo digo sobre todo por mí, que me alimento como un grillo desde hace seis semanas
y corroboro casi a diario que mi báscula hace tope en los ochenta y cinco
kilos.
Seguramente por las
mentiras que nos han contado y que nosotros hemos asumido, a los cincuenta años
empieza a parecernos que la delgadez ennoblecerá un poco nuestra incipiente
flacidez. Creo que la publicidad nos tiene a todos trastornados. Yo, cuando me
pongo a fantasear, llego a creer que,
alcanzado un determinado peso, la inteligencia se me agudizará de tal modo
que será como si me asistiese el Espíritu Santo. No se puede ser más idiota.
A pesar de su contento
R no ha sabido decirme exactamente cuantos kilos había perdido.
--Como kilo y medio o
así. –Ha dicho.
Estaba seguro de que se
sabía hasta los gramos, pero no ha habido manera humana de arrancarle una
respuesta exacta.
Una báscula que se había mostrado inmutable hasta ese momento, bien podía estar engañándola a su favor, con lo que se prevenía de posibles desmoralizaciones haciendo una lectura aproximada. Esto no ha sido expresado por ella de manera inteligible, sino que es el resultado obtenido después de aplicarle el descifrador de sinsentidos al batiburrillo de palabras y pensamientos íntimos entrecortados.
Una báscula que se había mostrado inmutable hasta ese momento, bien podía estar engañándola a su favor, con lo que se prevenía de posibles desmoralizaciones haciendo una lectura aproximada. Esto no ha sido expresado por ella de manera inteligible, sino que es el resultado obtenido después de aplicarle el descifrador de sinsentidos al batiburrillo de palabras y pensamientos íntimos entrecortados.
Luego, poniendo ojos
soñadores, ha dicho:
--Menos mal que ahora,
sabiendo lo de la piña, el hambre que se pasa por lo menos se notará.
Bueno. Así fue como ocurrió. No alcanzó la tensión dramática
de la famosa escena de “Lo que el viento se llevó”, pero fue algo parecido: “A
Dios pongo por testigo de que cuando pase hambre se me va a notar”. Es para que
se hagan una idea. Nada más.
Que estupendo tu relato, muy divertido. Los espejos nunca han jugado a mi favor, mejor sería, más inteligente (si lo fuera, claro) no mirarse al espejo de ninguna tienda, sin embargo tu motivación para adelgazar sí que era de peso, lástima que comprobaras que no daba resultado, ese sí que era un motivo noble por el que adelgazar. Por cierto, la piña, esta vez, no ha funcionado, pero después de leer tu relato me he dada cuenta que no somos gordo s, somos cincuentones, ya me quedo mucho mas tranquila. R.
ResponderEliminarTú no lo estarás notando, pero la piña te está haciendo efecto. Lo que pasa es que no siempre se adelgaza por la parte que uno quiere.
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