(Nota del 24 de Marzo)
Media mañana. De nuevo A. en el olivar. Llega cuando me dispongo a podar
una oliva problemática. Se trataba de un árbol injertado. Los injertos los
había realizado el propio A., seis o siete años atrás, antes de que yo le
arrendase el olivar. Con los injertos se pretende un cambio de variedad. Aquí,
por lo general, transformar una oliva “redonda” en una oliva de la variedad
cornicabra. (Para que esta frase no quede demasiado enigmática, hay que hacer
una pequeña aclaración al respecto. Por "redonda" se conoce aquí a un
grupo de variedades que sólo tienen en común no ser cornicabra, de tal manera
que, considerada la cornicabra como el olivo propio del terreno, el nombre de
"redonda" vendría a significar lo mismo que "forastera". En
cuanto al nombre de cornicabra con el que se ha generalizado la denominación de
la variedad aquí mayoritaria, he de decir que no me parece del todo apropiado,
pues queriendo tomar el nombre de la
forma que tiene el fruto, bastante parecido a un cuerno, es escasa su semejanza
con el cuerno de una cabra. De modo que sería mucho más exacto llamarla, tal
como se ha hecho desde siempre en este distrito, con el nombre de
"hornal", que es deformación de "cornal", que viene de
cuerno, pero sin cabras ni vacas añadidas. Todo este excurso no es producto de
un furor o resabio lingüístico repentino, sino que se debe a la firme
convicción de que la palabra cabra incluida en el nombre de nuestra variedad
desorienta notablemente al consumidor de aceite que, aunque nos lo presenten
como un ser “culti-informado” en este mundo platónico del que todos somos reos,
está bastante despistado, pudiendo
llegar este grado de confusión a tal punto
--y esto es algo de lo que yo he sido testigo y de lo que guardo un
divertido apunte-- de que, ofrecidos dos aceites , picual o cornicabra, a un
cliente en nuestra cooperativa, este optase, sin dudarlo un momento, por el que no tenía mezcla. Así lo dijo. No
siendo otra la imaginada mezcla que algún componente de la maldita cabra que el cliente no supo explicar cómo se
le había colado en el redil de las opciones de compra. Sirva de aviso).
Sigamos. En la última poda yo había preparado el olivo para
que este año quedase sólo formado por los injertos. La única rama propia que le
quedaba al olivo había sido guiada con cortes un tanto expeditivos fuera del
eje del árbol para que los injertos
colonizasen ese espacio. Este año esa
rama debería haber sido cortada, pero el
invierno pasado, un día de aire, los tres injertos, espectacularmente vigorosos,
habían aparecido “deszocados”. Es decir, quebrados por la parte en que estaban unidos al tronco.
Algo muy penoso de ver, según acordamos A. y yo, y que nos
dio pie a hacer unas cuantas consideraciones sobre la efímera condición de todo
lo existente, y los riesgos que conlleva el excesivo vigor, a veces. El olivo,
una vez perdidos los injertos, había quedado con una apariencia un tanto ridícula
(semejante en su aspecto a uno de esos ciervos que han quedado mochos sólo de
una de sus cuernas). La rama que le
quedaba tenía forma de un largo cuello estirado coronado por una espesa melena.
A. debió de tener, desde otra perspectiva, una visión idéntica a la mía, porque
le oí decir: “vaya gaita que tiene el amigo”. Frase que servía de expresión de ánimo para una
intervención de cirugía como mínimo arriesgada. Así pues, mientras que, a base de severos tajos, me
empleaba en quitar volumen de la parte exterior de aquella rama, para hacer que
se replegase hacia el centro del árbol, le hice recordar a A. el tema de los molinos
hidráulicos del que con tanto gusto habíamos hablado anteayer, y le propuse
hacer durante el verano unas cuantas visitas para examinar in situ lo que
quedase de los mismos y sobre el terreno tomar nota de los cuatro detalles que
recordase. “Yo estoy dispuesto”, me dijo, y se puso al instante a hacer una lista de los molinos y molineros que
había conocido, y le salieron por lo menos ocho. Y recordando aquello empezó a
contarme cuál había sido el pan más rico que había comido en toda su vida, lo
que, viniendo de un panadero, hijo de panadero y nieto de panadero, era muy
digno de escucharse. Había sido en el molino que había en Cedena.
–
¿Tú has conocido ese molino?- Me preguntó.
Si, yo lo había conocido, le dije, pero ya convertido en
merendero, antes de que a Cedena le cayese encima lo que hoy se conoce como
“Urbanización”. Buen nombre para una plaga bíblica.
–Bueno, –dijo él- pues ese molino era, exactamente.
Lo tenía entonces arrendado David “el cacharrero”(1) y
estaban allí atendiéndolo los padres de
Arsenia. “¿No sé si tú te acordaras?” “………..” “No, tu de eso no te acuerdas”.
Todo esto era cuando A. era un mocito. Llegó al molino con la clara del día,
acompañado de sus caballerías no muy cargadas, ya que llevaba molienda para una mañana, cuando se
encontró con la sorpresa de que tenían levantada la piedra para picarla. En eso
se tardaba un buen rato. Con una especie de alcotana de pico repasaban las
acanaladuras que llevaba trazadas la piedra volandera formando un dibujo de
espiga. Era un trabajo que correspondía realizar al molinero, y tardó en
hacerlo casi toda la mañana. A. no había llevado merienda. Llegada la hora de
comer se retiró discretamente para qué no se viesen obligados a invitarle. El
molinero y la mujer, acabado su condumio, le preguntaron a A. qué había comido.
Y este no supo qué decir, ni tampoco disimular. Así que los molineros le ofrecieron
de lo suyo, y A. no quiso otra cosa que un poco de masa de pan que tenían
preparada. Pidió una lata y, aprovechando el rescoldo de la lumbre, se hizo un
pan “como no lo había vuelto a comer igual –dijo- en los sesenta años había
estado a pie de horno”.
Tuve que preguntarle
cómo se hacía pan en una lata, y me explicó que primero se barre una parte del
lar donde haya estado la lumbre, y allí se pone la masa, que se cubre con la
lata, y ésta a su vez se tapa con unas
ascuas hasta que se cuece.
Acto seguido dijo A.:
–Me pasó a mí lo que a aquel rey que fue a cazar y se perdió
en el bosque.
Escuché a A. inmóvil mientras desgranaba aquella historia. Y
él la contó más o menos así. El rey persiguiendo la caza se metió en lo más
profundo de un bosque del que no supo salir, ni sus criados supieron
encontrarle. Quedó perdido durante días hasta que un pastor lo encontró más muerto que vivo. El pastor lo llevó a su
majada y le dio de comer de lo que tenía
“un poco de gazpacho”, y le ayudó a encontrar el camino de vuelta.
Cuando el rey estuvo de nuevo en su palacio dijo a sus cocineros que le
preparasen de aquella comida que le había dado el pastor. No encontraba entre
los platos que le ponían en la mesa ninguno que le gustase tanto. Los cocineros le presentaron mil clases de
gazpachos. Vinieron cocineros de otros reinos que inventaron de todo, sin que
el rey encontrase el más mínimo parecido entre aquellos caldos insípidos y el
que le había ofrecido el pastor. A la desesperada, fueron a buscar a aquel
hombre. Vino a la corte y, de la manera que él solía hacerlo, le dio a probar
su gazpacho al rey. El rey saboreó la sopa y negó con la cabeza. Aquel gazpacho
tampoco era el mismo que él comió. El pastor reconoció que el rey tenía razón,
que, en efecto, a aquel gazpacho le faltaba un ingrediente: "el
hambre".
– Un ingrediente que también tendría el pan que yo comí aquel día, -dijo A-
¿Aunque no sé si tu sabrás la diferencia que hay entre
hambre y apetito?-. Preguntó. Y no esperó a que contestase.
–
Pues hambre es cuando no se tiene qué comer, y apetito
cuando se tiene un plato lleno encima de la mesa.
Eran las doce y media, la hora del apetito, y se despidió
con una de sus frases de rutina.
–
Voy a ver si me mandan algo, que aquí no hago nada más que
entretenerte.
Y, si, yo me entretengo con estas cosas. No sólo con la
enseñanza, que tan útil podría resultar para mis propios intestinos, sino pensando en la larga derrota que habrá seguido
esta historia, por cuantas bocas habrá pasado, las vueltas y peri vueltas que habrá dado para llegar rodando hasta este olivar y hacernos sentir esta mañana, dentro de
nuestros rústicos límites, un poco Condes Lucanores y otro poco Patronios.
(1) “Cacharrero” era la palabra un tanto tosca con que se
designaba en esta zona al alfarero. De donde han venido a caer ahora en la
degeneración contraria, habiéndose transformado todos en “ceramistas”.
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