miércoles, 18 de marzo de 2015

Identidad en bruto.

(Nota del 25-1-2015. Domingo). Lo he encontrado en uno de los estratos de la mesa de mi cuarto. Durante una semana larga me he dedicado a la arqueología. Las hojas sueltas que otros tiran olímpicamente a la papelera yo las voy depositando sobre la mesa. Esas hojas inservibles, trozos de cartón, papel de embalar o reversos de facturas con algunas frases o palabras garabateadas, van quedando amontonadas como si nunca hubieran existido. Hasta que, es el peligro que tiene el orden repentino aplicado a un desorden continuado, les llega el día de la resurrección, en el que hemos de suponer, por la mala caligrafía, que somos los autores de ese texto.
Pues bien, en mi mesa he encontrado este apunte que apunta a mi sien con aplastante determinación: “¿Y cómo no va a parecerme fútil, gratuito y una autentica imbecilidad lo que sale de mi pluma siendo yo el que lo ha escrito?”
Por muy depurativo que resulte flagelarse en público, no creo que al escribirlo quisiese dar rienda a una declaración de mi imbecilidad, a lo que habría llegado con suma facilidad aplicándome la cláusula Forrest Gump, según la cual tonto es el que dice tonterías, y el que escribe imbecilidades, pues ya se sabe. En mi caso creo que más bien quería darle la vuelta a esa creencia tan extendida, y rara, de que lo nuestro, lo que hacemos, nuestras cosas, son excepcionales, maravillosas, sólo y principalmente porque las hemos producido nosotros. Si nos miramos bien, por el derecho y el revés, y conociéndonos tan a fondo, mucho mejor de lo que conocemos a ningún otro en este mundo, lo lógico sería pensar que lo que hacemos nosotros siempre tendría que parecernos peor, más vulgar, o normal, que excepcional, y sin embargo lo más común es encontrarse con gente que cree estar  alumbrando al mesías en cada uno de sus partos. Admirable debería parecernos lo que hacen los otros, de los que sabemos tan poco que sus obras podrían parecernos un prodigio,  fundamentalmente porque desconocemos su gestación, el andamiaje, las fuentes, y hasta, posiblemente, las casualidades, trucos y remiendos que las hicieron venir a este mundo. Para decirlo con una imagen comprensible, nosotros, cada uno, sabemos, cuando no sea más que por lesa proximidad, que nuestras labores, hijos, construcciones, tienen el aspecto aproximado del monstruo creado por Víctor Frankenstein, con sus costurones y su cabeza pelicuadrada, mientras que los demás verían sólo a la nueva criatura, cuya personalidad puede resultar más o menos agradable pero libre de todos los contubernios que la hicieron posible. Estoy hablando de las valoraciones privadas de cada cual, no de las  escenografías y propagandas que hemos de adoptar  en relación con los otros. Los otros nunca son los suficientemente inofensivos como para traerlos a nuestro campo de acción sin que signifiquen un peligro. Admirar e incluso nombrar a los otros siempre supone una amenaza para nuestra identidad quebradiza e irrelevante. Los otros siempre están en trance de invadirnos y despojarnos del sitio que ocupamos o de alguna característica que creíamos propia o auténtica, como ahora se dice, este es el motivo que justificaría que los juicios que exteriorizamos sobre lo ajeno sean tan cicateros. Y la causa, también, de que los muertos obtengan lisonjas sin cuento y rendida admiración. Nos atrevemos a tanto sólo porque a esos sí que les consideramos perfectamente inofensivos.
Dejada a un lado esta digresión y volviendo a lo del principio, los apuntes de envoltorio de los que estaba hablando, meras repentizaciones escritas, no suelen expresar correctamente la idea que tenemos en la cabeza, pero en ocasiones, como ocurre con algunas erratas y lapsus, expresan mucho más de lo que nosotros hubiéramos pretendido decir.
Rara vez una de estas ideas traspasa la esfera íntima. Para eso está la intimidad, para contener todas estas ideas que sufrimos en silencio, como las almorranas. Yo ahora tampoco me hubiera molestado en traer a colación este papel sedimentado de no haber coincidido su exhumación con una frase de Mafalda leída esta mañana en un cuento de J. Villoro. Una frase que enuncia la idea de la que procede mi pregunta con precisión matemática, dicho de otro modo, que acierta con el centro del blanco cuando mi flecha apenas había rozado el último anillo de la diana. Dice Mafalda: “¿Por qué justo a mí tenía que tocarme ser yo?” Esa es la pregunta fundamental, lo demás es andarse por las ramas.

Pelicuadrada. Me parecía que esta palabra era de uso común. Yo la he estado usando y oyendo toda mi vida y creo que la mayoría de la gente que conozco entiende lo que significa. La palabra viene a expresar la imperfección o deformidad de un objeto respecto a la forma idónea que se le supone. En mi infancia, por ejemplo, las bolas de barro cocido, con las que jugábamos al gua o al triangulo, que no eran totalmente redondas, decíamos que estaban o eran pelicuadradas. Curiosamente la palabra no aparece en ningún diccionario, tampoco en las recopilaciones de vocablos autóctonos, ni los exploradores internáuticos tienen idea de nada que se relacione con  este término.
Como posibles prófugos que somos todos, resulta bastante esperanzador saber que la gran tela de araña que se cierne sobre nosotros tiene algunos agujeros.


Aspecto de la mesa de mi cuarto antes de iniciar las excavaciones.
Vista de la mesa desde el puesto del timonel que, como puede verse, ha perdido
el Norte y va directo a encallar en un irrefrenable síndrome de Diógenes.

  

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