(Nota del 25-1-2015. Domingo). Lo he encontrado en uno de
los estratos de la mesa de mi cuarto. Durante una semana larga me he dedicado a
la arqueología. Las hojas sueltas que otros tiran olímpicamente a la papelera
yo las voy depositando sobre la mesa. Esas hojas inservibles, trozos de cartón,
papel de embalar o reversos de facturas con algunas frases o palabras
garabateadas, van quedando amontonadas como si nunca hubieran existido. Hasta
que, es el peligro que tiene el orden repentino aplicado a un desorden
continuado, les llega el día de la resurrección, en el que hemos de suponer,
por la mala caligrafía, que somos los autores de ese texto.
Pues bien, en mi mesa he encontrado este apunte que apunta a
mi sien con aplastante determinación: “¿Y cómo no va a parecerme fútil,
gratuito y una autentica imbecilidad lo que sale de mi pluma siendo yo el que
lo ha escrito?”
Por muy depurativo que resulte flagelarse en público, no
creo que al escribirlo quisiese dar rienda a una declaración de mi imbecilidad,
a lo que habría llegado con suma facilidad aplicándome la cláusula Forrest Gump,
según la cual tonto es el que dice tonterías, y el que escribe imbecilidades,
pues ya se sabe. En mi caso creo que más bien quería darle la vuelta a esa
creencia tan extendida, y rara, de que lo nuestro, lo que hacemos, nuestras
cosas, son excepcionales, maravillosas, sólo y principalmente porque las hemos
producido nosotros. Si nos miramos bien, por el derecho y el revés, y
conociéndonos tan a fondo, mucho mejor de lo que conocemos a ningún otro en
este mundo, lo lógico sería pensar que lo que hacemos nosotros siempre tendría
que parecernos peor, más vulgar, o normal, que excepcional, y sin embargo lo
más común es encontrarse con gente que cree estar alumbrando al mesías en cada uno de sus
partos. Admirable debería parecernos lo que hacen los otros, de los que sabemos
tan poco que sus obras podrían parecernos un prodigio, fundamentalmente porque desconocemos su
gestación, el andamiaje, las fuentes, y hasta, posiblemente, las casualidades,
trucos y remiendos que las hicieron venir a este mundo. Para decirlo con una
imagen comprensible, nosotros, cada uno, sabemos, cuando no sea más que por
lesa proximidad, que nuestras labores, hijos, construcciones, tienen el aspecto
aproximado del monstruo creado por Víctor Frankenstein, con sus costurones y su cabeza pelicuadrada, mientras que los demás verían
sólo a la nueva criatura, cuya personalidad puede resultar más o menos
agradable pero libre de todos los contubernios que la hicieron posible. Estoy
hablando de las valoraciones privadas de cada cual, no de las escenografías y propagandas que hemos de
adoptar en relación con los otros. Los
otros nunca son los suficientemente inofensivos como para traerlos a nuestro
campo de acción sin que signifiquen un peligro. Admirar e incluso nombrar a los
otros siempre supone una amenaza para nuestra identidad quebradiza e
irrelevante. Los otros siempre están en trance de invadirnos y despojarnos del
sitio que ocupamos o de alguna característica que creíamos propia o auténtica,
como ahora se dice, este es el motivo que justificaría que los juicios que
exteriorizamos sobre lo ajeno sean tan cicateros. Y la causa, también, de que
los muertos obtengan lisonjas sin cuento y rendida admiración. Nos atrevemos a
tanto sólo porque a esos sí que les consideramos perfectamente inofensivos.
Dejada a un lado esta digresión y volviendo a lo del
principio, los apuntes de envoltorio de los que estaba hablando, meras
repentizaciones escritas, no suelen expresar correctamente la idea que tenemos
en la cabeza, pero en ocasiones, como ocurre con algunas erratas y lapsus,
expresan mucho más de lo que nosotros hubiéramos pretendido decir.
Rara vez una de estas ideas traspasa la esfera íntima. Para
eso está la intimidad, para contener todas estas ideas que sufrimos en
silencio, como las almorranas. Yo ahora tampoco me hubiera molestado en traer a
colación este papel sedimentado de no haber coincidido su exhumación con una
frase de Mafalda leída esta mañana en un cuento de J. Villoro. Una frase que
enuncia la idea de la que procede mi pregunta con precisión matemática, dicho
de otro modo, que acierta con el centro del blanco cuando mi flecha apenas
había rozado el último anillo de la diana. Dice Mafalda: “¿Por qué justo a mí
tenía que tocarme ser yo?” Esa es la pregunta fundamental, lo demás es andarse
por las ramas.
Pelicuadrada. Me parecía que esta palabra era de uso común.
Yo la he estado usando y oyendo toda mi vida y creo que la mayoría de la gente
que conozco entiende lo que significa. La palabra viene a expresar la
imperfección o deformidad de un objeto respecto a la forma idónea que se le
supone. En mi infancia, por ejemplo, las bolas de barro cocido, con las que jugábamos al gua
o al triangulo, que no eran totalmente redondas, decíamos que estaban o eran
pelicuadradas. Curiosamente la palabra no aparece en ningún diccionario,
tampoco en las recopilaciones de vocablos autóctonos, ni los exploradores
internáuticos tienen idea de nada que se relacione con este término.
Como posibles prófugos que somos todos, resulta bastante esperanzador saber que la gran tela de araña que se cierne sobre nosotros tiene algunos agujeros.
Aspecto de la mesa de mi cuarto antes de iniciar las excavaciones. |
Vista de la mesa desde el puesto del timonel que, como puede verse, ha perdido el Norte y va directo a encallar en un irrefrenable síndrome de Diógenes. |
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