(30 de Enero de 2015. Viernes). En mi puerta falsa el aire suele arremolinar hojas y papeles
los días de ventisca. Los días de verbena lo que acumula son las meadas de los
festejantes. Hay puntos en el mapa que
sufren extrañas polarizaciones, furiosos magnetismos.
Respecto a las meadas, alguna vez, dejándome llevar por un
afán de exactitud tal vez excesivo, he comentado a amigos o conocidos que
quienes mayoritariamente meaban en las puertas falsas de mi casa eran mujeres.
Esto ha acarreado alguna interpretación insidiosa entre quienes me lo han oído decir, sobre todo entre los hombres, que han creído que estaba presumiendo de una masculinidad apabullante. Craso
error. Yo sé muy bien que las mujeres evacuan allí para aprovechar el
rinconcillo que forman las puertas con respecto al trazado de la calle; por
ganar algo de intimidad y no por enviarme un mensaje hormonal en forma de micción,
que, por cierto, nunca interpretaría como una forma de coqueteo, sino como un
inaceptable desajuste en su capacidad expresiva.
Dicho esto, he de insistir en que son mujeres las que mean,
porque lo evidencia el número de servilletas que dejan tiradas en el suelo. Seré
exacto otra vez: ciento diecisiete, tuve la paciencia de contar una vez que
hice un informe para felicitar al Ayuntamiento por el alto índice de
participación alcanzado en la verbena, (rogándoles instalasen, para próximas
convocatorias, una urna para que el recuento de servilletas fuese
oficial y pudiera formar parte de estadísticas serias que ayudasen a definir
nuestra idiosincrasia), informe que no les envié. Lo cual indica, si estamos todos de acuerdo en que la servilleta de
papel esta asociada a la micción femenina, ya que la masculina dispone de
recursos mecánicos para un escurrimiento cuando no exhaustivo si al menos
satisfactorio, que mi conclusión es acertada.
Hoy, día ventoso, pertinazmente airado, cuando he abierto
las puertas para sacar el coche, entre los objetos que estaban tirados en aquel
montón que suele formar allí el aire, había unas bragas verdes. Después de lo
que acabo de contar más arriba, sé que esto no debería ni mencionarlo si quiero
evitar que de nuevo crean que estoy fanfarroneando. Pero no cunda la alarma.
Estas bragas no eran precisamente una de esas prendas delicadas y sutiles que
hubieran podido tomarse como señuelo o
insinuación, no eran sino unas rotundas bragas faja, muy poco sugerentes para
ser imaginadas como adorno, pero aún más difícil imaginarlas como elemento volátil.
Pensar el motivo por el que aquellas bragas habían llegado
hasta mi puerta no ha sido mi preocupación principal, sino cómo habría logrado
el viento arrancar aquella pieza de lencería prensil del cuerpo en que hubiese
estado incrustada. El pensamiento, ante esta clase de visiones estrambóticas,
suele proceder sin método, con poca lógica, o quedar literalmente encasquillado.
Este fue mi caso. Quedé totalmente alelado observando la prenda, y la duda que
me corroía la expresé en voz alta. Por suerte mi cónyuge, que estaba allí
presente esperando a que yo saliese del portalón con el coche para dejar cerrada
la puerta, oyó mis titubeos y me saco del atolladero. La oí decir que nadie
pierde las bragas por mucho viento que sople, que las bragas estarían puestas a
secar en una cuerda de la ropa y el aire se las habría llevado. Me dejó
asombrado su facilidad deductiva. Podría haber aceptado sin más que es más
sagaz que yo y continuamente está disimulando, pero eso sería infringir los
procedimientos habituales utilizados entre humanos para no sentirnos arrollados
por nuestras limitaciones, por tanto hice lo que es normal cuando alguien se
muestra más despierto que nosotros, nunca pensar que su inteligencia es
superior, sino desconfiar de su capacidad y sospechar que está jugando con
ventaja. Gracias a este, no por ruin menos práctico, método para mantenernos a
flote, así tengamos al mismo Einstein haciéndonos sombra todo el día, he podido
resolver un misterio con el que llevo conviviendo tantos años que ya había
asumido que no tenía solución.
Al salir del portalón, por el espejo retrovisor he visto cómo
mi cónyuge se quedaba mirando con gesto inquieto la prenda monolítica. Seguramente
estaría considerando, como yo, que en un amplio radio a nuestro alrededor todas
las casas están deshabitadas en esta época del año, y que el vuelo de esa clase
de lencería debe de ser más corto que largo. En apenas cincuenta metros, antes
de tener que esquivar los andamios de la casa que están construyendo al final
de la calle, he sabido adónde habían ido todos los calcetines, calzoncillos,
camisas y demás indumentos que he ido echando en falta a lo largo de los años. Cualquiera
lo puede imaginar, pero a mí me gusta dar detalles. Tal vez muy pocos recuerden
como comenzaba el cuento del Mago de Oz. La huérfana Dorothy y su perro Toto son
llevadas en volandas por un tornado o un huracán al País de Oz donde conocen a unos
cuantos personajes estrafalarios y les ocurren toda clase de tontas aventuras.
Allí mismo es adonde han ido a parar mis calcetines desparejados. Los estará
mordisqueando el León Cobarde, o habrán servido como adorno al Espantapájaros.
Ingenuo de mí. Yo que estaba creyendo que nuestra lavadora los devoraba y que poco
a poco los iba incorporando a su metabolismo... Cuando casi tenía puestas más
esperanzas en las futuras habilidades de este electrodoméstico que en las de mi
progenie… en fin, menudo desengaño.
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