lunes, 10 de septiembre de 2012

Brumosas madrugadas de verano.

Esta brumosa mañana de invierno
no desprecies la joya verde entre las ramas
sólo porque es la luz del semáforo.
Versos de un amigo neoyorquino de Paul Auster, citados por Vila-Matas en su Dietario Voluble.

La calle, casi callejón, por su estrechez, que alcanzo a ver desde mi mesa de trabajo; una calle de poca longitud, ya que desemboca a cien metros en otra que la atraviesa, y ya no prosigue. Esta calle, que se ofrece en perspectiva, las casas disminuyendo de tamaño, pero sin lograr la lejanía suficiente para que la ilusión que provoca esta proyección geométrica nos haga ignorar la fealdad de las fachadas que la forman. En esta calle mal iluminada, todas las mañanas, cuando todavía es de noche, se oyen abrirse unas puertas de chapa por las que asoma la trasera de una furgoneta blanca; un coche viejo que fue blanco y ahora es de ese misterioso color del que pintan los interiores de las casas, e incluso algunos trajes de novia, el famoso color "blanco roto"; un color que se le ha metido en la pintura por fuerza de la erosión, la sequedad, y el polvo de esta tierra roja que tiñe.
El coche, que tiene un latido somnoliento y difuso, se queda atravesado un instante en la calle con las luces aún apagadas, mientras el hombre que lo maneja cierra las puertas del garaje. Cuando el coche arranca con los pilotos de atrás encendidos como dos ascuas resplandecientes, y empieza a irse por la calle abajo, al verlo girar hacia la izquierda, me entra una extraña especie de añoranza (absurda añoranza de lo que nunca ha sido) de que la calle no sea más larga.

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