(Nota del 6 de Julio). Hoy le ha tocado caerse a su hermana C.. Hace unos días fue
mi hermana la que aterrizó. Se le caen sus compañeras de paseo. Han sido caídas
de película cómica cuyo único espectador era ella. No podía contener la risa imaginándolo.
No era su risa habitual, esa que ella estira para que se note que se ríe más de
lo que en realidad se está riendo y que acaba en un jipido muy forzado, sino
una risa brincadora que le impedía acabar las frases cuando me lo estaba
contando durante la cena.
Todo esto viene ocurriendo en sus paseos al atardecer. Hará
unos diez días tuvo lugar la caída de mí hermana. Mi hermana P. tiene un caminar
sólido. Planta el pie con gran confianza en el suelo, y, sin que su paso
equivalga a una zancada, es más bien pasilarga. Estaban en las proximidades de
Navajata, zona de riscales, arenas, olivares enjutos, y huertecillos ascéticos,
con mucha tierra sin sembrar y endebles sombras, y regresaban ya hacia el
pueblo por el camino de la Alberiza. Les quedaba a la izquierda un lienzo
descendente de olivares, un apelmazamiento de copas tocadas apenas por unas
últimas y levísimas hebras de sol, y a la derecha alguna pared de piedra y el
talud desnudo del camino con el dibujo a contraluz de algún olivo asomado a la
cuneta. Caminaban, pues, absortas y contemplativas. Se habían llevado al perro.
A mi hermana esta nueva modalidad de paseo con perro le resulta muy agradable,
y fue el perro, precisamente, el desencadenante de su costalada. Se le cruzó cuando ella adelantaba un pie y, por no pisarle, "al capullo del
perro", acortó el paso y sin poder corregir a tiempo la postura del cuerpo
tendente al avance ("inercial", para quienes estén acostumbrados a la
prosa administrativa) quedó en posición inestable, haciendo aspas con uno de
sus brazos. Cuando vio que los molinetes no impedirían su desplome, y quizá por
no querer caer sobre el perro que no se movía de su lado tratando de
interpretar el significado de tan sugerentes aleteos, eligió lanzarse en
plancha por encima del tonto animal en medio del camino. Según palabras de R
"hizo una auténtica estirada de portero de fútbol", (una “palomita” en el argot del balompié) que, por inesperada, pues pareció que de
pronto le hubieran entrado unas ganas locas de revolcarse, le hizo a ella no
poder evitar reírse allí mismo incluso antes de hacer visible su preocupación
por las magulladuras que suelen resultar de estas improvisadas piruetas.
Su hermana C. no ha improvisado tanto la caída, sino que la ha
preparado cuidando de que no faltase ningún ingrediente para que resultase más
graciosamente ridícula. R. ha estado a punto de meter la cabeza en el plato
recordándolo. El relato de esta segunda caída después de quitar todos los hipos
de que ha venido acompañado, o de sustituirlos por los correspondientes
adjetivos para hacerlo inteligible, ha sido más o menos así:
C. iba unos pasos por
delante, no es que le den ventaja, pero al reconocerle que es más ligera de
pies, anda más. Caminaban campo a través. Los caminos empiezan a quedárseles
estrechos. O no precisamente estrechos, vulgares más bien. Necesitan atrochar para convertir
sus paseos en una experiencia más auténtica. Creo que nos pasa a todos. No
sabemos vivir sin salirnos de lo trillado, o creer que lo hacemos, lo que
resulta cada día más difícil.
Por fijar el escenario geográfico, (cosa importante cuando
se trata de esta clase episodios, tengan o no tengan siniestras consecuencias),
habían abandonado el camino de la Umbría, por el que se habían alejado del
pueblo, y pretendían regresar por el del Vallejo, que transcurre paralelo al
primero por la misma cara de la sierra, pero más abajo. Ambos caminos
serpentean con mansedumbre siguiendo las curvas de nivel de la ladera, y para
atravesar de uno a otro se han de recorrer algunos olivares con un suave
declive, aunque separados entre ellos por abruptos lindazos de dos o tres
metros de altura y compuestos por cantos rodados y recios matojos donde
predominan el terebinto, la coscoja, la retama, el escaramujo y el espino albar.
Son tierras rojizas y ásperas que lamidas por el sol poniente se tiñen de
naranja. Llegadas a las lindes, C. buscaba el lugar más indicado para pasarlas
y asumía los riesgos de meterse la primera en tan fragorosos pasos. Había
descendido ya dos o tres de estas lindes con tanta facilidad que, en la
siguiente, fascinada por su destreza ha asumido su capitanía con tal denuedo,
que hallándose en medio y mitad de una de estas pavorosas bajadas y viendo que
sus compinches se quedaban en lo alto un tanto desconfiados, les ha exhortado a
que la imitasen, que allí estaba ella para servirles de apoyo, les ha dicho,
alargándoles una mano. Ha sido en ese instante preciso cuando ha sentido una
inconcreta inestabilidad debajo de las suelas de sus botas, aunque lo que
primero han notado sus compañeros, o al menos R., ha sido que se le cambiaba la
cara, y al poco, aunque estos momentos de hilarante suspense siempre parecen
más largos, han visto como se le levantaban los pies del suelo en un fenomenal
resbalón, que sólo ha podido frenar dejando que todo su cuerpo entrase en
frotación con las piedras, a las que ha pretendido asirse con una especie de
desesperados movimientos natatorios, cual resbaloso salmón intentando remontar
un lecho de secos pedernales. Ni que decir tiene que hasta que los cantos no
han dejado de rodar y ella no ha llegado al firme del olivar de más abajo no ha
cesado aquel dislocado derrumbamiento.
Aunque confundida, siempre inquisitiva, C. ha buscado la
causa del desequilibrio.
--¿Qué me ha pasado? ¿Qué me ha pasado? –Ha dicho. Y
desprendiendo un rubor un tanto asalmonado, dirigiendo una mirada furibunda a
la cantorrera, ha añadido:
--¡Las piedras, han sido las piedras, las piedras traidoras!
R. no podía decir nada, porque estaba doblada en dos,
desternillándose. Pero J., el marido de C., que era de la partida, mostrando
una gran circunspección se ha visto en la necesidad de poner las cosas en su
sitio.
--¡Qué piedras, ni que piedras! –Ha dicho-. Que te has pegado
una “guarrá” de la leche, Eso es lo que ha pasado.
R. se extraña de que a ella le haga tanta gracia ver caerse
a la gente, sobre todo si es gente cercana y conocida. Le ha venido este
pensamiento cuando estaba sentada en su sillón a la hora de la siesta. Mal
momento para la introspección. Justo antes de obnubilarse le he oído decir
para despejarse el camino:
--Claro que también a mi madre le encantaban las películas de
Charlot.
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