domingo, 15 de julio de 2012

Confusión de signos.

Quizá se debiese al hecho de que aquella calle había dejado de ser peatonal desde hacía muy poco tiempo, apenas cinco o seis meses, por lo que aquel hombre con sólido aspecto de macero, o pieza de ajedrez, guardaba su posición sin considerar siquiera que debería  hacer sitio al tráfico rodado, es decir, a mi coche.
La calle había sido peatonal tan sólo durante un año. Había sido uno de los aspavientos finales, y por tanto más operísticos, perpetrados por el penúltimo ayuntamiento. Producto de aquel famoso "Plan E", que fue el lodazal en el que nuestros políticos locales decidieron revolcarse como cerdos, hasta el punto de inventar una calle peatonal en un pueblo donde incluso escasean los habitantes. Ahora bien, habría bastado con que hubiese sido peatonal un sólo día para que durante otro buen número de días hubiese quedado flotando la duda de qué clase de ley regía en aquel espacio público. Aunque aún había en aquella calle algo capaz de engendrar mayor confusión, y era que, así como para declararla peatonal se habían empleado una gran cantidad de elementos simbólicos  ---tanto en la remarcada transformación física, (por ejemplo la desaparición de las aceras), como en los lujosos materiales empleados en la construcción del pavimento, de poderosísima capacidad significativa, como lo era la losa de granito, digna de la suela del zapato humano aunque impropia para el vil neumático. Suntuosidades todas que, curiosamente, cuanto más absurdas e inútiles, tanto más profunda huella dejan en la memoria colectiva---,    sin embargo, para dar a entender que la calle había recuperado su vieja función no se había visto ni por asomo semejante vocación por explicitarlo, siendo la única señal manifiesta de ese cambio de uso la retirada de unas jardineras que cortaban el acceso a la calle. Quiere esto decir, y perdón por tan morosa explicación, que aquel hombre, puesto a interpretar los signos que le rodeaban, y a falta de otras indicaciones más expresas, podía perfectamente sentirse legitimado para ocupar con rotundidad y a plena satisfacción aquel lugar de tránsito, y pensar que mi coche, o yo mismo, aspiraba únicamente a arrebatarle un derecho.
Bien es cierto que yo no tenía prisa y estaba dispuesto, además, a no tener razón, e incluso en el caso de que mi obstáculo no hubiese llegado a plantearse ninguna de aquellas cuestiones sobre la capacidad de significar del espacio que ocupaba, lo cual era más que probable: yo estaba dispuesto a renunciar a cualquier derecho, con tal de no interrumpir algo importante que pudiera estar sucediendole a aquel hombre . Por tanto decidí aguardar mientras lo observaba vagamente.
El hombre, lo he dicho antes, tenía un porte rotundo, gran mostacho, pelo rizado y persistente, gafas de astigmático, unos ojos grandes tras el cristal, (esos ojos que por absurda sedimentación cultural me remiten a los ojos del lobo momentos antes de comerse a la abuela de caperucita) y una extremada facundia; hablaba, en aquel instante, muy ensimismado, con la repartidora del correo, una muchacha de cara agradable y cuya maleable sonrisa  podía llevar al hablante al equívoco de creer que lo estaban escuchando, e incluso, si se era un poco más engreído de la cuenta, a creer que estaba teniendo razón en todo lo que decía. Es un vicio muy extendido este de querer tener razón. La mayoría de la gente logra satisfacerlo sin hablar con nadie, para que no lo contradigan, pero hay otros que necesitan convencerse a través de los demás. Esto resulta dificilísimo. Hay muy poca gente capaz de disimular lo suficientemente bien para dejarnos perfectamente engañados.  En este caso, la muchacha, situada junto a su carrito amarillo, tampoco ponía mucho de su parte, recibía las palabras mientras barajaba en una mano el correo, formando una especie de paquetitos asignados a los correspondientes buzones. Pensé entonces que la habilidad para darse a uno mismo la razón a través de otro, no tenía nada que ver con la actitud exhibida por el oyente, sino con una incapacidad, por parte del hablante, para atender a otra cosa que no fuese su ciego impulso comunicativo. Y llegué a la siguiente conclusión: “El ataque de verborrea de este hombre  nos está haciendo a todos invisibles”.
De hecho, el hombre dirigía miradas puntuales y muy precisas hacia donde yo me encontraba, sin verme. No es que me moleste la invisibilidad, más bien al contrario, me agrada, pero como ya llevaba allí esperando cinco minutos y, la verdad, no quería interrumpir, inicié la maniobra de marcha atrás para irme por otra calle. En ese momento, la repartidora, con ese sexto sentido o pragmatismo, como se quiera, de que son capaces las mujeres incluso cuando no se dan cuenta de lo que hacen, sin dejar de atender a los sobres que llevaba en la mano, se desplazó con su carro un metro hacia la orilla de la calle. El hombre, deseoso de que su discurso no se desperdigase, reprodujo con exactitud el mismo movimiento. Al ver aquel hueco, cambié de idea y decidí avanzar un poco. Metí el morro del vehiculo entre la figura, un poco cargada de espaldas, del hombre y un bolardo situado al otro lado de la calle, y, siguiendo aquel principio que dice que por donde cabe la cabeza pasa el cuerpo entero, avancé por aquella estrechura, sin   percatarme  del vuelo del espejo, con el cual rocé, no sé en qué parte, el grueso tejido de la chaqueta de punto que el hombre llevaba puesta. Fue un roce mínimo, pero el espejo hizo un ruido horrible al abatirse y retornar a su posición. La repartidora, como es lógico, dio una encogida y el hombre salió de su paroxismo y vino a decirme a través de la ventanilla que si no tenía pito. No tuve siquiera que contestarle porque el hombre mostró el más absoluto desinterés por saber mi respuesta, preocupado, tal vez, por los argumentos que se le habían quedado a medias y de los que la repartidora de correos huía con paso decidido. El hombre que tenía edad suficiente para no decepcionarse por algo así, dio media vuelta y desapareció tras las puertas cristaleras de la oficina de la agencia de seguros que estaba allí al lado.
Yo avance con suma prudencia por la calle  “plan E”, sabiendo que en materia legal era terreno pantanoso. Probé mi bocina, pito, si lo prefieren, al pasar junto a la repartidora de correos. Confusamente, en el espejo que había quedado descolocado por efecto del roce, vi que me hacia un gesto con dos dedos. Hubiera sido igualmente vejatorio si hubiera hecho la señal de victoria.

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