miércoles, 18 de julio de 2012

Applelandia.

M. es una mujer atareada. Capitán de barco, no digo más.
Eso le deja a S. una buena cantidad de tiempo libre, que a veces ocupa en cosas inconfesables. S. es un “iPhonita” que vive en un barrio donde hay una tienda de Apple, que también es mala suerte habiendo sólo siete en toda España. Por tanto es lógico que explore y no lo diga. Y que habiendo tomado una decisión muy firme aún muestre las cosas un tanto turbias. Algo así como: "creo que necesito unos pantalones, vamos a dar una vuelta a ver lo que hay por ahí".
M., que trastea con compradores desde sus tiempos de grumete, creía saber más o menos de qué iba la cosa: "querrá algo que no se atreve a decir", y cuál era su papel en el asunto: ante el paripé de la duda fingida ella tendría que dar  el empujón. Ese tonteo que se da siempre al borde de las piscinas. Pero el caso de S. era mucho más grave de lo que ella hubiera podido imaginar. Cuando entraron en la tienda de Apple todo el mundo conocía a S. Le palmeaban en la espalda, le saludaban, le gastaban bromas íntimas. Allí había vida marital, flagrante concubinato.
A M. le salió del alma un sorprendido:
–Tú vives aquí.
S. se ahorró todo disimulo. La llevo junto al Mac Book Pro 13, que yacía en un estante vilmente encadenado, y  apuntándolo con el dedo dijo:
–Es este. ¿No te da pena?
M., con la magnanimidad de quien se sabe la favorita, saludó al nuevo miembro de la familia como si fuera un compinche.
–Bienvenido al harén-. Le dijo. Y se dedicó a observar a S. mientras pagaba. Trance en que las mujeres suelen mirarnos con gran ternura, sobre todo cuando mostramos nuestros puntos débiles.
Gracias a M. sabemos unos cuantos divertidos detalles de ese momento. Las leyes de esa tienda obligan a que la transacción económica se haga a través de medios electrónicos, el fajo de billetes es demasiado primario para ellos, pero hubo un pequeño desfase, mientras al teléfono de S. había llegado el aviso de que había pagado, a la tienda no llegaba la orden de haber cobrado. Son tan estrictos en esto que ni siquiera dejan que el cliente toque la mercancía hasta que no tienen constancia del ingreso. Un vendedor gigante, de dos metros y ciento cincuenta kilos, tuvo apoyado el sobaco encima del Mac mientras se completaba la operación. A S.  el sistema empleado en la custodia le pareció inhumano, sobre todo para su nueva criatura, no había necesidad ninguna de inmovilizarlo con el sobaco. Y menos aún con un sobaco como aquel, en el que cabía el ordenador entero.
Salvado este pequeño escollo parece que la experiencia está siendo altamente satisfactoria. Ahora bien, si se me permite decirlo, creo que falta un pequeño detalle: el nombre. No hace mucho le he puesto yo nombre a mi perro. Con mayor motivo este animalito que ha adquirido S. se merece el bautismo. Cualquiera de los nombres de la lista que yo he utilizado le vendría bien. Pero tampoco es cuestión de ponerle un nombre cualquiera. Ayer mismo leyendo una biografía de Chejov encontré los nombres de sus perros: "Bromuro" y "Quinina", que son dos bonitos nombres de perro, y sobre todo significativos para quien estuvo enfermo de tuberculosis toda su vida. Cualquiera ve que esos perros no podían llamarse de otro modo. Un nombre idóneo no es fácil de encontrar (hay incluso quien vive de encontrarlo), salvo en algunas ocasiones en que las cosas parece que vienen a este mundo con el nombre escrito en la frente. Creo que este es el caso del nuevo ordenador de S.. Ni en los cielos ni en los infiernos que lo fuesemos a buscar encontraríamos para él un nombre más esclarecedor, significativo y pintiparado que el de  Axila.                         

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