Ocho de Abril. Lunes. Salgo de la nave con un airecillo
flojo y al llegar a Los Valerios se ha adueñado de aquel cerro una enorme
ventolera que impide el reparto de herbicida. Hay un cielo nublado delicioso y
el aire es frío. Al norte se ve la
cordillera central con las crestas más altas cubiertas de una nieve
blanquísima. El dibujo de las cumbres es muy nítido. La hierba en el olivar
parece haber sido plantada con fines ornamentales por un jardinero. Cada olivo
tiene alrededor del pie un cerco de hierba alta y muy apretada. Jaramagos, lechuguillas,
cardos, malvas, caléndulas. Las malvas alcanzan en algunos tramos del olivar
tal altura y frondosidad que se enredan entre las ramas bajas de los árboles.
La fuerza invasiva de las malvas con sus grandes hojas cerosas de un verdor
pletórico, hace que los olivos parezcan unos arbolillos ingrávidos,
acobardados, tenues. Me ha parecido que la necesidad de intervenir a favor de
los olivos era urgente. Por eso, a pesar del vendaval, en condiciones desastrosas
para realizar este trabajo, he repartido la cuba de herbicida. La sensación de
estar haciendo algo completamente inservible no me ha abandonado mientras ha
durado esta labor. Cuando R ha llegado con la cuba del agua ha habido que tomar
la única solución posible, regresar con las orejas gachas.
Estos trabajos aplazados siempre producen una gran desazón. Los
criadores de algo, animales o plantas, acabamos por tener un sexto sentido para
percibir el estado anímico de las criaturas que dependen de nosotros. Durante
el viaje de vuelta voy buscando maneras de liberar de inmediato a los árboles
del asedio de las malvas, demasiado altas para atacarlas con el herbicida.
Pienso que no me va a quedar más remedio que utilizar la
desbrozadora, una máquina torpe y de muy poco rendimiento, al menos el modelo
que yo tengo. La desbrozadora es un artilugio de concepción casi medieval, tres
rotores con gruesas cadenas que giran a gran velocidad, de lo más apropiado
para deshacer un asedio. Me saca de esta ensoñación medieval una llamada de R.
Ha pinchado el tractor en medio de la carretera. Una rueda gorda, dice. Ha oído
que se le salía el aire desde dentro de la cabina y con el tractor en marcha.
“¿Has oído el aire?”, le pregunto. “Sí, y me he bajado y la rueda está muy
baja”, dice. “¿La llanta en el suelo?”, le pregunto. “En el suelo no, pero
casi”, dice ella. “¿Pero sale agua?”, le pregunto (las ruedas de los tractores llevan dos tercios de agua). “No, pero se oye el aire
perfectamente”, dice ella. “Si no sale agua tira lo más rápido que puedas”.
Movido por la intranquilidad y la inconveniencia de tener que reparar el
tractor en medio de la carretera, cuando llego a la nave la llamo para decirle
que si la rueda está muy baja se meta en el primer camino. “Calla –la oigo
decir-, déjame, que no puedo perder tiempo, voy disparada, ya estoy en la rotonda”. El tractor
ha llegado con su rueda intacta a la nave. Miramos la rueda de arriba a abajo.
A pesar de las evidencias ella afirma que la rueda no está baja del todo, pero
que está un poquito baja, y que además ha escuchado perfectamente cómo se salía
el aire. “¡¡A mí es al que se me sale el aire!! ¿No lo escuchas? Es un soplo
cardiaco”. Se ríe. Argumenta: “¿No me vas a decir que esta rueda no está un
poquito baja?”. Estas dos frases, la mía, clamando al cielo, y la suya mirando
la rueda, se repiten tres o cuatro veces.
Sólo porque S estaba allí en la nave contemplando aquel
sainete, y porque hubiera testificado a favor de ella (son uña y carne), no me he decidido a
estrangularla, el método más medieval que se me ha ocurrido para hacerla entrar
en razón.
ANEXO:
Al trasladar aquí esta nota, pensándolo con más calma, veo
con perfecta claridad que hubiera sido un tremendo error estrangularla.
Conociendo la maña de S para arreglar cosas, puede que hubiera conseguido
resucitarla con una pequeña reparación. “No tenía nada –hubiera dicho-, un
huesecillo de la glotis descolocado”. Y ya para los restos hubiera tenido que
estar oyéndola decir que la estrangulé sin motivo. Y el tremendo juego que podría sacarle al
estrangulamiento fallido. Cada vez que
el asunto saliese a relucir yo habría tenido que declararme culpable sólo para
que ella pudiese mostrar el certificado de una lesión más en su curriculum.
“¿Es verdad que me estrangulaste o no?”, diría ella delante de su público. “Sí,
te dí por muerta, sólo por eso dejé de apretarte el cuello”, diría yo. “A mí no
me gusta presumir –diría ella-, pero si tengo algo bueno es que aguanto mucho y cicatrizo muy
bien”. Imagínense qué papelón el mío. El
papel de oso de este espectáculo circense. El oso amaestrado y la domadora que
más cicatrices tiene en el cuerpo. Menos mal que sé contenerme.
Al principio del relato pensaba mientras leía: Que bien describe la flora y la fauna, después se me ha ido cambiando la cara, al final estaba riendo a carcajadas. Te perdono , nunca me estrangularan de una manera tan divertida.
ResponderEliminarSe comienza describiendo la flora, en efecto, y se acaba hablando de la fauna. Y de dos especies importantísimas de nuestro ecosistema: el oso amaestrado y la domadora con cicatrices. Ahora que lo pienso, casi no conozco a nadie que no pertenezca a uno de estos dos especímenes. Debe de ser consecuencia de mi propio proceso de "osificación".
EliminarEn cuanto a lo del estrangulamiento, no empieces a fantasear. Sólo era una idea. Puede que haya maneras más divertidas de ser estrangulada, pero más vale no comprobarlo.
Adiós, resucitada.