jueves, 18 de abril de 2013

Métodos medievales.

Ocho de Abril. Lunes. Salgo de la nave con un airecillo flojo y al llegar a Los Valerios se ha adueñado de aquel cerro una enorme ventolera que impide el reparto de herbicida. Hay un cielo nublado delicioso y el aire es frío. Al norte se ve  la cordillera central con las crestas más altas cubiertas de una nieve blanquísima. El dibujo de las cumbres es muy nítido. La hierba en el olivar parece haber sido plantada con fines ornamentales por un jardinero. Cada olivo tiene alrededor del pie un cerco de hierba alta y muy apretada. Jaramagos, lechuguillas, cardos, malvas, caléndulas. Las malvas alcanzan en algunos tramos del olivar tal altura y frondosidad que se enredan entre las ramas bajas de los árboles. La fuerza invasiva de las malvas con sus grandes hojas cerosas de un verdor pletórico, hace que los olivos parezcan unos arbolillos ingrávidos, acobardados, tenues. Me ha parecido que la necesidad de intervenir a favor de los olivos era urgente. Por eso, a pesar del vendaval, en condiciones desastrosas para realizar este trabajo, he repartido la cuba de herbicida. La sensación de estar haciendo algo completamente inservible no me ha abandonado mientras ha durado esta labor. Cuando R ha llegado con la cuba del agua ha habido que tomar la única solución posible, regresar con las orejas gachas.
Estos trabajos aplazados siempre producen una gran desazón. Los criadores de algo, animales o plantas, acabamos por tener un sexto sentido para percibir el estado anímico de las criaturas que dependen de nosotros. Durante el viaje de vuelta voy buscando maneras de liberar de inmediato a los árboles del asedio de las malvas, demasiado altas para atacarlas con el herbicida.
Pienso que no me va a quedar más remedio que utilizar la desbrozadora, una máquina torpe y de muy poco rendimiento, al menos el modelo que yo tengo. La desbrozadora es un artilugio de concepción casi medieval, tres rotores con gruesas cadenas que giran a gran velocidad, de lo más apropiado para deshacer un asedio. Me saca de esta ensoñación medieval una llamada de R. Ha pinchado el tractor en medio de la carretera. Una rueda gorda, dice. Ha oído que se le salía el aire desde dentro de la cabina y con el tractor en marcha. “¿Has oído el aire?”, le pregunto. “Sí, y me he bajado y la rueda está muy baja”, dice. “¿La llanta en el suelo?”, le pregunto. “En el suelo no, pero casi”, dice ella. “¿Pero sale agua?”, le pregunto (las ruedas de los tractores llevan dos tercios de agua). “No, pero se oye el aire perfectamente”, dice ella. “Si no sale agua tira lo más rápido que puedas”.
Movido por la intranquilidad y la inconveniencia de tener que reparar el tractor en medio de la carretera, cuando llego a la nave la llamo para decirle que si la rueda está muy baja se meta en el primer camino. “Calla –la oigo decir-, déjame, que no puedo perder tiempo, voy disparada, ya estoy en la rotonda”. El tractor ha llegado con su rueda intacta a la nave. Miramos la rueda de arriba a abajo. A pesar de las evidencias ella afirma que la rueda no está baja del todo, pero que está un poquito baja, y que además ha escuchado perfectamente cómo se salía el aire. “¡¡A mí es al que se me sale el aire!! ¿No lo escuchas? Es un soplo cardiaco”. Se ríe. Argumenta: “¿No me vas a decir que esta rueda no está un poquito baja?”. Estas dos frases, la mía, clamando al cielo, y la suya mirando la rueda, se repiten tres o cuatro veces.
Sólo porque S estaba allí en la nave contemplando aquel sainete, y porque hubiera testificado a favor de ella (son uña y carne), no me he decidido a estrangularla, el método más medieval que se me ha ocurrido para hacerla entrar en razón.
 
ANEXO:
Al trasladar aquí esta nota, pensándolo con más calma, veo con perfecta claridad que hubiera sido un tremendo error estrangularla. Conociendo la maña de S para arreglar cosas, puede que hubiera conseguido resucitarla con una pequeña reparación. “No tenía nada –hubiera dicho-, un huesecillo de la glotis descolocado”. Y ya para los restos hubiera tenido que estar oyéndola decir que la estrangulé sin motivo.  Y el tremendo juego que podría sacarle al estrangulamiento fallido.  Cada vez que el asunto saliese a relucir yo habría tenido que declararme culpable sólo para que ella pudiese mostrar el certificado de una lesión más en su curriculum. “¿Es verdad que me estrangulaste o no?”, diría ella delante de su público. “Sí, te dí por muerta, sólo por eso dejé de apretarte el cuello”, diría yo. “A mí no me gusta presumir –diría ella-, pero si tengo algo bueno es que aguanto mucho y cicatrizo muy bien”.  Imagínense qué papelón el mío. El papel de oso de este espectáculo circense. El oso amaestrado y la domadora que más cicatrices tiene en el cuerpo. Menos mal que sé contenerme.

2 comentarios:

  1. Al principio del relato pensaba mientras leía: Que bien describe la flora y la fauna, después se me ha ido cambiando la cara, al final estaba riendo a carcajadas. Te perdono , nunca me estrangularan de una manera tan divertida.

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    1. Se comienza describiendo la flora, en efecto, y se acaba hablando de la fauna. Y de dos especies importantísimas de nuestro ecosistema: el oso amaestrado y la domadora con cicatrices. Ahora que lo pienso, casi no conozco a nadie que no pertenezca a uno de estos dos especímenes. Debe de ser consecuencia de mi propio proceso de "osificación".
      En cuanto a lo del estrangulamiento, no empieces a fantasear. Sólo era una idea. Puede que haya maneras más divertidas de ser estrangulada, pero más vale no comprobarlo.
      Adiós, resucitada.

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