Diez de Abril. Miércoles. Grandes lienzos grises en el
cielo. El aire que han anunciado no aparece por ningún sitio. Una gran calma o
un cabrilleo insignificante. Durante la noche han debido de caer cuatro gotas.
Todas han quedado acumuladas sobre la hierba en forma de gruesas burbujas
relucientes. He llamado a R para ver qué podía ser más conveniente hacer. La
conversación ha sido un poco acorchada y llena de bostezos. Mientras hablaba he
caminado un poco entre la hierba y he comprobado cómo se me empapaban las
botas. Demasiada agua para ir a tirar herbicida. R me ha animado para que vaya a
desbrozar, trabajo que ayer se quedó a medias. Su filosofía es: “una cosa
detrás de otra”. La mía, impracticable: “todo a la vez”. Deberíamos poder
escindirnos. Dejar una parte de nosotros sentada al escritorio, otra divagando
contemplativamente de un lado a otro, otra frente a estas hojas de hierba
dignas de ser dibujadas, otra sembrando en el terreno de la nave las parras,
higueras, nísperos que llevan ya un año metidas en macetas; otra parte subida a
cada tractor, triturando ramón, o abonando, otra podando, otra injertando, otra
arrancando olivos enfermos, otra sembrando plantones, etc. Para mi desgracia
por cada sitio que paso no veo sino lo que está por hacer. Esta especie de
conciencia de mis deberes múltiples me hace avanzar siempre con pulso
tembloroso, como esas perras que han parido una gran camada de cachorros y se
amustian por temor a no tener suficiente leche para todos.
Al final he ido a desbrozar. La hierba cortada huele como
los niños lactantes, un dulzor soñoliento, apaciguador. La máquina pasa sobre
la hierba espigada como un rumiante hambriento, transforma el terreno, que
parece un tupido matorral, en un prado en el que hubiera pastado un rebaño de
ovejas. Inexplicablemente, cuando quedan tres olivos por desbrozar, se quiebra
la luna trasera del tractor. No sé cómo. La he visto desmenuzarse y derramarse
en trozos pequeñísimos. Las fracciones de cristal se han vuelto de color azul. Tanto pensar en escisiones.
Ha sido como un truco de magia. La cuestión práctica de que el recambio vaya a
costarme 250 euros me impide gozar del espectáculo abiertamente, aunque también
podía pensar que he pagado la entrada por ver esta función de manera exclusiva.
La exclusividad siempre resulta un poco cara.
Cuando le cuento a R lo de la luna del tractor, aprovecho
para hacerla ver el punto flojo de su filosofía, “una cosa detrás de otra”, que
trasmite una idea de avance y puede convertirse también en una forma de andar
para atrás.
--Podría darse el caso –le digo- de que por cada cosa que
hiciésemos sumásemos cuatro o cinco más a la lista. Mira si no lo que ha pasado
hoy, he resuelto una y me he traído unas cuantas por hacer: encargar la luna,
traer la luna, pagar la luna, desmontar los restos de la luna vieja y montar la
luna nueva. ¿Qué me dices?
R no dice nada.
--Según esta lógica –insisto- la única manera de avanzar es
quedarnos acostados hasta las once.
Esta última inocente conclusión ha hecho que R saque las
uñas. La filosofía, llevada a sus últimas consecuencias, la irrita.
--Ya sabía yo que tenías que lanzar alguna pullita –dice-.
Tu no hace falta que te quedes acostado hasta las once. Tiras tu pullita y te quedas de lo más
descansado.
En el caso de que pudiéramos escindirnos, esta porción mía
que filosofa correría un gran peligro si R tuviese a mano un matamoscas.
Encargar la luna, traer la luna, pagar la luna, desmontar la luna vieja y montar la luna nueva.
Leído el Romancero Gitano, creo que nadie se hubiese
extrañado si entre los papeles póstumos de García Lorca se hubiese encontrado
una nota como esa. Y García Lorca sólo sería un ejemplo, se ha hecho trabajar
mucho a la luna, utilizándola como
material poético.
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