domingo, 10 de diciembre de 2023

Lechugas.

(20130719). Hay un momento de la vida en que se nos revela nuestra dimensión irrisoria, y también la de todo lo que nos rodea. Puede que en ese momento, si tenemos un trozo de tierra en el que crezca algo, una triste maceta valdría, nos abandonemos a la tentación de relacionarnos preferentemente con el género vegetal. Las plantas tienen esa clase de vida que nos permite movernos entre ellas sin perder la serenidad. A cierta edad estos periodos de alejamiento son muy recomendables. La irrisión general queda bastante aquilatada cuando comenzamos a mirar a los demás como si fuesen lechugas o, lo que también serviría como efecto terapéutico, intentando adoptar nosotros mismos el punto de vista de una lechuga.

jueves, 8 de junio de 2023

Residuo y forma. (Legado Belmontino)


(20120803)Decía mi amigo Belmonte, tallista aficionado y reconocido aforista, que él barría su taller muy de tarde en tarde, no porque como pensábamos algunos de sus allegados fuese alérgico a la escoba y al orden en general, sino porque cuando la gente miraba sus obras, (así llamaba él, iluso creador, incluso a las cucharas de palo que tallaba o a unas tablillas con esbozos muy rudimentarios), unos admiraban los trazos de la figura y otros quedaban extasiados ante la cantidad de viruta producida. Y, humorísticamente, añadía: “hay que reconocer que las virutas son una expresión abierta de la obra, la parte de la obra con más posibilidades de interpretación, mientras que la figura ofrece su faceta más castrante, imponiéndonos represoramente la voluntad del artista”. Estos tiempos nuestros, le parecía a él, estimaban más la viruta que la figura. Pero ante la duda de qué parte convendría desechar para estar a la altura del gusto imperante, él había optado por una estrategia reconciliadora. Metía en una bolsa de plástico negro la forma y el residuo, y así acostumbraba a entregar sus obras. Si el comprador era un espíritu libre y componedor podía exhibir la viruta, si era más tolerante con las iniciativas del autor podía presentar la figura. Aunque Belmonte aconsejaba, sarcásticamente, presentar la obra  compuesta por los dos elementos, es decir, plantar la figura y derramar la viruta alrededor, a imitación de lo que hace la naturaleza cada primavera con la caída de los pétalos alrededor del árbol, o con la hoja en el otoño. Esta guasa y largueza acabó por jugarle una mala pasada. En la única exposición que participó en su vida, una exposición local  promovida por la mujer de un alcalde con inclinaciones artísticas, el empleado público al que encomendaron la misión de repartir las obras por el habitáculo que servía de sala de exposiciones, al cual habían aleccionado para que fuese especialmente respetuoso con el material aportado por los artistas, se atuvo tan estrictamente al mandato que dejó la bolsa sin abrir sobre el soporte que le habian asignado. Impresionaba el nombre de la talla clavado en la pared junto a la bolsa: "Sansón vence a los filisteos". Todo el mundo se dió por aludido. 



Yo soy aforista rural, decía mi amigo Belmonte, porque mi intelecto no da para otra cosa, cuando echo a rodar una frase, imagino que es un asno al que conduzco por un camino, si le aguijo y acelera el paso, eso es sólo una idea. Si me da una coz, eso es un aforismo

lunes, 13 de junio de 2022

Ola de calor.


La ola de calor me ha revelado el símbolo apropiado para lo masculino en esta época confusa.
No hubiera encontrado este símbolo, ni acaso habría sido consciente de que había otro viejo símbolo obsoleto, por demasiado osado, para la actual circunstancia psíquica del varón, si no hubiera tenido que comprar un coche de segunda mano. Así de poco heroicas suelen ser estas cosas.
Pero hablemos un poco del coche antes de revelar el hallazgo. Tenía pocas referencias del coche que iba a comprar. Sabía que era un Volvo, pero ni siquiera conocía el modelo. Miré en Internet  las características del vehículo después de identificarlo por la fotografía. Al contrario de lo que les ocurre a los expertos, tan abundantes en el mundillo de la automoción, saqué poco en claro de la lectura de aquellos datos. Me dan envidia los expertos, tan numerosos en el sector de la automoción, capaces de imaginar las partes íntimas de la máquina a través de conceptos y números. Aunque también digo que si hubiera sabido interpretar los datos tal vez me hubiera quedado en eso y no hubiera atendido a las informaciones más superficiales que me condujeron al sustancioso hallazgo que según mis cálculos podría reconducir (seamos modestos) los destinos de la humanidad.
En aquella página de Internet, como información añadida meramente anecdótica contaban algunas curiosidades sobre la historia de la marca. Contaban que el nombre venía del latín, del verbo “volvo”, que significa rodar. De manera que, debidamente traducido y conjugado, el nombre de estos coches sería “yo ruedo” o, simplificando, “ruedo”. Era un nombre excelente para un coche. Más que un nombre una actitud vital, una personalidad bien resumida, mitad voluntarioso empeño de seguir adelante: ruedo, ruedo, ruedo; y otra mitad nostálgico designio, como el de la tantas veces cantada piedra en el camino, cuyo destino era rodar, rodar y rodar.
También hablaban del logo de la marca. Los fundadores de la empresa, un tal Larson y un tal Gabrielsoon, debieron ser tipos de una pieza, gente concienzuda, y buscaron un emblema que representase la solidez. Lo encontraron en el símbolo del hierro, un círculo con una flechita en diagonal. Este era también, en tiempos de los romanos, el símbolo de Marte, Dios de la guerra, y, viniendo a lo presente, ay, el símbolo que representa el sexo masculino. Parece que por este motivo algunas asociaciones feministas hicieron manifiestos acusando a la marca de machismo. Corren malos tiempos para la lírica.
En el sitio donde leí estos datos decían que, a pesar de las protestas feministas, la marca no había modificado su emblema. Pero si se realiza un examen de la evolución del logo se puede observar que la flecha se ha ido acortando con los años. Tanto da que se aleguen razones estéticas para el encogimiento.
 Desde que leí aquello, hace ya más de tres años, me quedó la vaga sospecha de que el viejo símbolo del hierro, por mucho que le acortásemos la flecha, no representaba al nuevo tipo de varón dubitante y aturullado que va configurándose  a resultas de las cortapisas, censuras y sospechas que el feminismo más furibundo le va echando encima.
Percibí de inmediato el desajuste. De un lado las falanges femeninas bien pertrechadas de símbolos, consignas, manifiestos y banderas y de otro el varón reducido a la insignificancia y a la inexpresividad bajo sospecha de machismo, 
La percepción de un desajuste de este tipo hace que queramos encontrar algo sin ser muy conscientes de que lo estamos buscando. El animal humano tiene estas habilidades inasequibles a la máquina mas dotada. Encontrar sin saber siquiera que uno busca algo. Esa vendría a ser la definición de hallazgo. Y, como bien sabemos todos, el hallazgo esta regido por la suerte, la casualidad, la chamba.
Y no otra cosa que la suerte ha sido la que ha querido que hoy yo encontrase el simbolito que de ahora en adelante podría servir de bandera a la causa masculina. Miraba el "tiempo" en el teléfono. Iba a ver los grados que alcanzaríamos en nuestra sesión diaria de horneado, cuando he visto en la parte baja de la columna el aviso por “ola de calor”.  El dibujo que utilizan para esta alerta parece la caricatura de un termómetro asustado, pero es talmente el ideograma de un pequeño falo estupefacto. Un falo desbordado por su circunstancia, incrédulo y completamente ruborizado.
Un sector de la sociedad representado por emblemas desajustados se convierte en inoperante para reclamar derechos, hacer proclamas y reivindicar que, al menos, nos tapen los ojos en el paredón, ya que ese es el lugar en que, acaso por carecer de un simbolo ahormador, nos ha colocado la ley.
Ea, pues, amilanados compañeros, ya no serán ellas las únicas inquilinas de las barricadas. Desde ahora, cuando las mujeres, rebosando desacomplejada certidumbre y autoestima, tomen las calles haciendo con las manos levantadas la figura del triangulo, que representa su campanuda vulva, podrán ver a los hasta ahora desperdigados varones unirse llevando al frente en una cartela este dibujito irrisorio. Y, por lo que hace al gesto, a la figura que habremos de componer con las manos, para estar a la altura que exigen estos ritos, creo podría servirnos  la típica señal de la peineta, solo que para quitarle agresividad, prepotencia o cualquier sesgo insultante, en el enarbolado dedo corazón llevaríamos pinchada una nariz de payaso.




jueves, 29 de abril de 2021

Sublimarse.

Un gusano inteligente aprende muy rápido, y lo que primero aprende es, por pura constatación de lo evidente, que es un gusano. A partir de ahí toda su inteligencia la emplea en no parecer lo que es: un gusano. A lo resultante de esta trabajada elaboración lo llamamos mosca.

sábado, 10 de agosto de 2019

Venas de agua.

Es muy difícil no desarrollar un cierto escrúpulo hacia los agoreros. Aunque los agoreros de aquí tengan una base. Nunca llueve. Nunca. Los arroyos no corren. Los “maniantales” se secan. Y las aguas de abajo, “dime tú cómo van a reponerse, si de arriba no cae”. Casi parecen científicos nuestros agoreros.
Yo entonces recurro a la teoría de las venas de agua.
¿De dónde vendrá esa agua, dicen nuestros agoreros, esa agua que sale de cien o doscientos metros bajo tierra?
Me aprovecho de su desconcierto ante el misterio y les lanzo un guijarro con la honda entre ceja y ceja, como David a Goliat. Los agoreros toman un porte gigantesco, descomunal, revestidos de profetas.
Les digo:
—Esa agua del subsuelo es lluvia caída en otro sitio.
—Más vale que sea así, amiguito, más vale que sea así.
Se retiran moviendo la cabeza, como los bueyes uncidos, de un lado a otro.
Se me retuercen las tripas ante esta canalla incrédula. Que tenga yo que vender esperanza, sin tenerla.

viernes, 16 de febrero de 2018

Amor y ceniza.

Ayer vi en la agenda que coincidían en un mismo día las celebraciones de San Valentín y miércoles de ceniza.
Durante el día en la radio, en las diferentes emisoras que fui oyendo a ratos, oí hablar del amor, los enamorados, y los regalos que esta fiesta, creada para que la rueda del comercio no pare, hace segregar a los que se consideran afectados por la enfermedad.
Pude comprobar que la fiesta de la ceniza, ha quedado borrada del mapa por esta otra liturgia de robaperas que inventaron los almacenistas.
Tengo buen recuerdo de los miércoles de ceniza. Aquel montoncito de ceniza que nos colocaban sobre el tupé tenía para mí el prestigio de un ritual indio, de los indios de las películas, sioux, apaches, cheyenes.
También de pequeño me tragué toneladas de publicidad sobre la medalla del amor: Hoy te quiero más que ayer, pero menos que mañana. Animado por esta puerilidad, me he puesto a pensar como un publicista reivindicativo, o un jefe de compras de unos grandes almacenes, en un medallón del amor inclusivo, integrador, donde se recordase también el miércoles de ceniza. Una inscripción híbrida que pudiese grabarse sin desdoro en los clásicos regalos que suelen hacerse los flechados por Cupido: la medalla, el corazoncito con cadena, la esclava serigrafiada.
La primera síntesis de este combinado Valentín/Ceniźa, decía: "el vivo al bollo y el muerto al hoyo". Una leyenda un poco floja por demasiado evidente.
La segunda en un primer momento me pareció algo más afinada. Consistía en añadir la frase sacramental del momento de la imposición de la ceniza a la bisutería. Polvo eres y en polvo te convertiras. El doble juego del polvo.
Ya estaba riéndome maliciosamente, imaginando la cara del amado/amada al recibir este recuerdo de su imantación sentimental, cuando me di cuenta de que la mercancía sólo tendría éxito como artículo de broma. Hay un punto de vanidosa superstición en los enamorados a los que ofendería la consideración puramente material de sus personas.
Menos mal que ha venido Quevedo al rescate con su: polvo serán, mas polvo enamorado.
He mirado al techo lanzando un ¡uff! Estaba muy metido en mi papel de publicista o jefe de compras. Esta frase en el reverso de la medalla mejoraría el producto. Dicho en lenguaje comercial, al añadir los sobados versos de Quevedo, este artículo habría ganado cuota de mercado. Y yo, claro está, reputación y porvenir en en el cargo.


sábado, 6 de enero de 2018

Reyes Magos.

Dejé de creer en los Reyes Magos a los siete años, cuando descubrí que su caligrafía era exactamente idéntica a la letra de mi hermano. Los Reyes ese año dejaron dentro de mis baqueteados zapatos una nota escrita que explicaba que los Reyes no me traían ningún regalo por haberle dicho lo de la “lengua” a Trujillo.
Explicaré lo mas brevemente que pueda este asunto de la “lengua”. Por lo visto a lo largo de mi tierna infancia yo tenía una inusitada capacidad para quedarme absorto. Oyendo una conversación, mirando una cara, observando un objeto, sufría profundos accesos de autohipnosis. En mi casa eran muy críticos con mis embobamientos, sobre todo por la cara que se me quedaba cuando mis abstracciones alcanzaban el éxtasis. En esos momentos me quedaba con la boca abierta y la lengua fuera. En mi casa debieron utilizar todas las tácticas pedagógicas que tenían a mano para extirpar de mi rostro ese feo gesto de alelado. Las burlas más o menos hirientes no debieron servir para corregirme, incluso el cachete sorpresa, que hacía que me mordiese la lengua, resultó poco efectivo, aún conservo la lengua. Entonces mi madre, educadora de inagotables recursos, probó la técnica del efecto espejo. Cada vez que veía mi expresión de cordero degollado repetía la misma frase: “miradle, igual que Trujillo, con la lengua fuera”. Este Trujillo era un conocido nuestro, casi vecino, que tenía muy marcado el vicio de escuchar con la boca abierta y la lengua fuera. La intención de mi madre era que yo percibiese la expresión de mi cara en la fea mueca del tal Trujillo y me enmendase. Por la época a la que me refiero cada pueblo solía tener unos cuantos personajes risibles, dementes seniles, tontos de baba, borrachines, algún tullido bravucón y malhumorado, gentes en general muy creativas, y sin miedo al ridículo, que animaban las calles sin necesidad de que los ayuntamientos invirtiesen en soporíferos programas culturales. Para que el efecto espejo funcionase bien  solía elegirse a uno de estos personajes marginales un tanto llamativos como elemento de referencia. No sé por qué mi madre decidió cotejarme con Trujillo para reconvertir mi expresión de pasmado. Trujillo no era uno de estos estrafalarios, era una persona del montón, un vecino perfectamente normal. En aquel momento Trujillo debía de tener unos cincuenta años. Funcionario del ayuntamiento. Medio calvo y con el pelo del cogote y las sienes muy blanco. Dientes grandes y algo separados que le amarilleaban del tabaco. Voz aguardentosa. Los cañones de la barba algo crecidos. Estaba casado y no tenía hijos y por tanto, supongo yo, estaría bien predispuesto para tratar con niños.
Debí de escuchar cientos de veces la comparación de mi madre hasta que encontré el momento propicio para hacerle saber a Trujillo aquella característica que nos asemejaba. Aún lo recuerdo parado a mi lado, en la calle que sube de la carretera a la plaza del Rollo, a la puerta de la droguería de Pedro. Mi hermano, tres años mayor que yo, venía conmigo. Era un día de invierno cercano a las navidades. Una luz grisácea, un poco turbia, nos envolvía a los tres. Del escaparate de la droguería salía un poco de luz amarilla. Las piedras humedecidas de la calle brillaban.  Debía de hacer frío porque los tres llevábamos abrigo. Ellos dos abrochado, yo abierto, me estaba pequeño, yo era el segundo de mi casa y reciclaba la ropa que se le quedaba pequeña a mi hermano y como también era el último varón el aprovechamiento de estos recursos indumentarios era exhaustivo. “Trujillo, a que no sabes por qué dicen en mi casa que me parezco a ti”. Trujillo expectante, la lengua caída sobre el labio, medio sonriente, esperando alguna salida graciosa. “No rico, no lo sé”. “Pues porque cuando me quedo embobado saco la lengua como tú”. Trujillo se quedó petrificado y mi hermano seco. Durante unos segundos la niebla se adensó a nuestro alrededor. Tal vez fuese el humo de la estufa de la taberna del tío Cauto, cuyo tubo asomaba por una ventana unos metros más abajo de dónde se había producido la petrificación. Ni Trujillo ni mi hermano dijeron una palabra. Mi hermano, avergonzado, echó a andar la cuesta arriba a paso rápido. Yo le seguí con una carrerita, el empedrado de la cuesta estaba resbaloso y tardé en ponerme a su altura. Creía que todo marchaba bien hasta que mi hermano dijo: “Verás cuando lleguemos a casa”. Y a partir de ese momento me hizo caminar delante de él  dándome empujoncitos en la espalda para que no me retrasase. No sé si esta indiscreción me costó algún zapatillazo sorpresa o dado al desgaire, pero desde luego sé que no hubo recriminaciones destempladas, ni escenas de otra clase, como las acostumbradas persecuciones de las que solía librarme trepando a un robusto almendro que había en el corral. Hubo alrededor de este suceso un raro acorchamiento o congelación ambiental, una falta de ruido externo bastante preocupante. No volvió a mencionarse el asunto hasta que apareció la nota  la mañana de Reyes. Escrita a bolígrafo en la hoja de una de las libretas donde mi madre anotaba las medidas de los jerseys que confeccionaba. No esperaba gran cosa de los Reyes. Yo pedía un balón de badana, o un arco con flechas de verdad y ellos dejaban lápices, bolígrafos, un plumier, una cartera. Comparado con estas cosas la nota resultó un regalo maravilloso. La decepción del primer momento al ver la hoja pelada metida en el zapato  se transformó en una oleada de satisfacción en cuanto descubrí el complot. He imaginado muchas veces a mi madre ideando aquella estratagema. A mi hermano y a ella, metidos en la habitación de la troje, donde ella tejía, elaborando la nota como dos conspiradores. Mi madre dictando detrás de la tricotosa, y mi hermano copiando en un rinconcito de la mesa siempre colmada de ovillos y bolsas de lana.
Mi madre debió de creer que la letra de mi hermano me despistaría. Pero la descubrí al primer golpe de vista. Y lo proclamé a los cuatro vientos: “eso no lo han escrito los Reyes, es la letra de N. (mi hermano)”. Les rebocé mi descubrimiento añadiendo todos los registros mímicos e insidiosas onomatopeyas que había aprendido de mis compañeros de escuela, tan dotados para la mueca como cualquier otra manada de monos. Mi cara de memo les hizo confiar demasiado. Ni siquiera se molestaron en escribir su mensaje con mayúsculas. Viéndome en estado de perplejidad seguramente era más fácil deducir que estaba ensayando un ictus y no que tuviese la cabeza ocupada en alguna observación meticulosa. Los primorosos cuadernos de mi hermano los tenía muy observados.
Para mí fue una gran victoria descubrir aquel camelo. No tengo datos fidedignos pero creo que la nota me ayudó bastante a perder mi gesto de bobo. Los grandes educadores, al estilo de mi madre, son como los grandes goleadores, marcan incluso cuando rematan torcido.

Por tanto, no creo en los Reyes Magos, ni en el efecto beneficioso de la manera boba, que a los mayores tanto les agrada ver, en que creen los niños. Eso que los mayores llaman ilusión y en el fondo es la constatación de que las pobres criaturas son tan manipulables como un votante nacionalista. Pero en el fondo creo en los Reyes, porque acaban trayendo su verdadero regalo, el del descreimiento, una herramienta definitiva para combatir la infelicidad durante el resto de la vida. Y sí, también, cómo no, esa ternura retrospectiva que produce imaginar  la ilusión que sienten los padres al creer que son los Reyes.